¿Cómo es el amor en
tiempos del cólera?
Yo no necesito leer,
por ejemplo, la nota instructiva de la BBC sobre cómo tener sexo en estos
tiempos.
El único látex que veo,
y huelo, ahora, es el de los guantes que me compré en la farmacia un día y que
usé una sola vez. Antes era un olor asociado al sexo. No usaba guantes para
lavar la vajilla, y no sé en qué otra cosa hay látex. En los globos, supongo,
pero la última vez que inflé globos fue para el cumpleaños de uno de los hijos
de Georgie, y nunca más me acerqué a alguno, por si acaso debía inflarlo
(encima los de aquella vez eran metalizados, y parece que todos saben que los
metalizados son más duros).
Por otro lado, ya sé
que Tinder no es lo mío, aunque sigo intentando, porque estoy segura de que
algún día escribiré el cuento más absurdo del mundo.
El sexo virtual… Me han
dicho que el sexo por internet, videochat, etc., es igual al onanismo. Me lo
dijo alguien con evidente desprecio por ese momento de introspección y amor
propio, pero más allá de lo derogatorio de la declaración, sí es cierto que
estaría faltando el otro, y que aquellos acostumbrados a tener al otro
involucrado físicamente en la actividad, podrían encontrar insulso el sucedáneo.
Pero como estuve
hablando con dos amigas cuyos problemas son parecidos, mi cerebro se puso a
darle vueltas y más vueltas –eso hace seguido mi cabeza últimamente: parece un
trompo en movimiento continuo.
La cosa empezó
preguntándome cómo era para aquellos que se habían quedado uno y el otro en una
y otra casa.
Me dije es como las
relaciones a distancia, eso que siempre se cree que no funcionan, pero todos
tenemos una amiga o conocido, o amigo de una amiga, o de una prima, o de un
compañero de trabajo, a quien sí le ha funcionado.
Más allá del resultado,
pienso en el cómo del transcurso antes de las perdices o de la separación.
Se mandan whatsapps. Si
ya entre amigos nos mandamos miles de whatsapps, imagino que con el amor al
otro lado de la ciudad esos miles deben multiplicarse. También llamadas por
teléfono.
O videollamadas. Debe
ser mejor la comunicación la videollamada. Recuerdo una vez, esos días en que
el lado oscuro se manifiesta a través de incomodidad con todo lo que existe, le
escribí a un amante (eran épocas de mensajes de texto), y este muchacho me puso
en el freezer. Yo quería aire acondicionado (él tenía en su casa y yo he
despreciado los aires acondicionados hasta el último verano, en que fantaseé y
deseé tener uno), y compañía. A cambio recibí dos semanas de silencio. Y yo
pensando que había sido tan clara.
Así que supongo que las
videollamadas, en las que se ven las caras, son lo mejor, para definir los matices
de lo que dice el otro y no pelearse sin poder reconciliarse y hacer cucharita
después.
Porque eso ES un
problema. Lo de pelearse, digo. Imagino poner cara de culo para castigar al
otro. Todo el día con una cara de culo que el otro no va a ver. Alimentar un
malhumor que el otro no va a poder disfrutar porque va a estar mirando Netflix
en su casa, tan tranquilo.
El lado bueno es que
uno no se siente tentado a arreglarse solamente por un polvo, o para hacer cucharita,
porque eso no es posible a menos que uno consiga un permiso para circular, o
convenza al policía de que es de vida o muerte, si no, imagínese, agente, que
cuando deje de estar encerrada voy a tener que bajar Tinder.
E igual se me hace
difícil. No por la intervención de la pantalla. Podrían suceder dos cosas: que
los dos se digan todo el tiempo que se aman y se extrañan y se piensan todo el
día (cosa que nunca sería verdad del todo, y entonces se estarían mintiendo), o
son sinceros y lastiman al otro al decirles que en realidad, amor, ayer no te
llamé porque la pasé de puta madre fumándome un porro y escuchando la
discografía entera de The Cure y tomando unas notas increíbles, absolutamente
surrealistas, que cuando se me pasó la locura me hicieron reír algunas y otras
pensar que igual estoy re loca, y después me comí todos los alfajores Terrabusi
que compré antes de que empezara el encierro y me acordé de aquella vez en que
estaba con mis amigas y creíamos que era el mejor dulce de batata del mundo
(nunca lo confirmamos porque nos lo comimos entero), y entonces me puse a
escribir sobre mis amigas, y nuestros viajes juntas, y vos, la verdad, no
tuviste ni medio segundo de espacio en toda la tarde y la noche. Si a una se le
suelta semejante discurso, debe terminarlo con un “igual te re quiero”, y es
posible que sea cierto, pero también es posible que al otro no le guste una
mierda eso de no haber tenido espacio, ningún espacio, en toda la tarde, y en
semejante fiesta.
Hay una tercera opción:
hablar del clima y del estado de los caminos, como hacen las chicas buenas en
Jane Austen, pero el amor tiene que ser intenso para resistir la nadería.
En fin, que están
fregados los que aman a distancia.
Y después, los otros, los
que se han quedado encerrados con sus amores y los ven todos los días, todo el
día…
Si una reservaba los
pedos ruidosos y olorosos para cuando el otro no estaba en casa, ¿qué hace
ahora? ¿Se los guarda? ¿O le dice al otro esto no me pasó nunca antes, es culpa
del encierro?
Pero no me refiero a la
cosa escatológica. Después de todo, los que han vivido años con otra persona es
probable que hayan escuchado pedos y gargajos y hayan visto mocos y mucosidades
varias.
Me refiero a algún
secreto. Algún movimiento o gesto que uno se queda para sí mismo. Algún ritual,
escatológico, o no, que uno preferiría no explicar –que uno querría que el otro
ni siquiera viera. No por vergüenza. Ni pudor. Sino, simplemente, porque es de
uno mismo.
Había algo que yo hacía
hace años, en mi Corsa rojo, yendo y viniendo a la ciudad desde Tigre,
innumerables horas haciendo esto que nunca nadie vio –y creo que no lo he
contado tampoco a nadie. Ponía el volumen del equipo de audio al máximo, y
cantaba a los gritos. No lo hacía en las calles, ni en los semáforos. Era algo
solamente de la Panamericana, donde nadie mira a nadie porque todos van muy
rápido. Yo cantaba a los gritos y me creía, esos quince minutos, que era una
estrella de rock. Que mi voz era increíble, que cantaba bien. Cualquiera que me
haya escuchado hablar sabe que mi voz no da ni para el arrorró. Y los que me
hayan escuchado cantar seguramente se preguntaron cómo es que soy buena para
los idiomas, siendo tan sorda para eso de afinar.
Cantaba con toda la
pasión de mi cuerpo en esas canciones.
No me quería creer una
estrella de rock que mueve multitudes, ni que es bella, o interesante, o una
importante artista de la música. Solamente me quería creer, por un ratito, que
cantaba bien. Y era fácil, era cantar y no escuchar mi voz sino la de otro. Y
porque me gustaba cantar a los gritos. Porque me gustaba la música que yo misma
ponía en el equipo.
¿Cómo se hace,
entonces, con esos rituales que son privados, cuando se está todo el tiempo con
el otro?
En definitiva, el amor
en tiempos del cólera es como jodidito.
En realidad, como casi
todo…
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