Suena el timbre y bajo
las escaleras rápido. Me pongo el barbijo, busco las llaves más limpias del
mundo (se alimentan a base de alcohol y lavandina), y salgo por el pasillo.
Ella está en la vereda,
su bici ya acomodada.
Por unos segundos es
raro el encuentro. Pero ella sabe cómo. Me acerca el codo, sólo el codo, y yo
adivino su sonrisa pícara a través del barbijo. La veo en sus ojos, que se
achican y brillan. Le acerco el mío. Chocamos codos. Un sucedáneo del abrazo
que nos habríamos dado en otro momento. Pero ese mínimo contacto nos pone en
marcha.
Miramos el camión que
levanta el producto de la poda de algún vecino. Está ahí desde que ella llegó.
La grúa hace mil movimientos. Nos decimos era más fácil agarrar esas tres ramas
entre dos. La grúa le pega a los cables que atraviesan la calle.
Me da las bolsas de
comida que me trajo, atravieso el pasillo y las dejo en el freezer, vuelvo con
un vaso de agua para ella.
Mira el frente de la
casa de los vecinos, me dice es gigante. Es donde siempre hay niños, donde
siempre hay voces, donde acaso haya mujeres bailando salsa, o tomando vino bajo
el cielo de la noche.
Viene un hombre con
barbijo, nos muestra una boleta de Agip, nos pregunta por el titular. Nos dice
dejó la camioneta en la puerta de mi casa, tiene las puertas abiertas, está
llena de cosas, de herramientas y ropa, y saqué esta boleta de ahí. La boleta
decía la dirección donde estábamos paradas. Le dije acá, hace más de siete
años, vivía un Jonathan. Pero no tengo la menor idea de por dónde anda.
Dijimos nosotras nos
quedaríamos con las herramientas.
Siempre gana quien sabe
amar –creo que es una frase de Herman Hesse. Una frase que me asegura que ella
va a ganar.
Ella se sentó en el
escalón de la entrada.
Yo me quedé parada.
Todo el día me la paso sentada.
Le muestro mis canas.
El color de mi pelo sin tintura. La deformidad de mi cabellera.
Me dice tenés bien la
piel. Yo me bajo el barbijo y le muestro un herpes en la pera.
Me dice te suele pasar,
¿no? ¿es el de siempre?
El de siempre cuando mi
cerebro hace algún cortocircuito.
Llega la vecina de mi
edificio, hoy me tocó ir a trabajar, nos dice. Después sale con su hija
adolescente, las dos con bolsas de compra.
Pasa un señor grande,
con un perro enorme, al que jamás había cruzado. Pasa dos veces por entre
nosotras, acomodadas a la distancia necesaria.
Hablamos de estos días,
de los calendarios para retomar la normalidad.
Me da mucha tristeza,
dice.
Yo le digo me lloro todo
con algunas películas.
La vereda de la entrada
de mi casa no tiene fresnos, pero sí hojas secas, caídas, que rodean nuestros
pies.
El policía pasa como
cuatro veces, siempre por la vereda de enfrente.
Ella está linda. Se
baja el barbijo y me muestra: se pintó los labios.
Le cuento que tejo y
destejo.
Una vecina sale con un
carro de compras, y vuelve son su carro lleno.
En algún momento
aparecen los mosquitos.
De repente largamos las
dos, al mismo tiempo, una risa interminable. De esas que te dejan respirando
fuerte.
Su bici es blanca.
Hace años que no vamos
en bici juntas a ningún lado. Hubo un tiempo en que era la única manera en que
nos movíamos.
Ella es una de mis
Margaritas. Y además de felicitarme por tenerla en mi vida, me felicito porque no
necesito de ninguna peste, ni de catástrofes, ni de grandes movimientos
planetarios, para saber que su amor es un privilegio.
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