Hoy me levanté muy temprano
y salí. Necesitaba sacar plata de un cajero.
Hacía frío a la mañana.
Frío de veras. Me puse el gorro de lana, y me pregunté lo que suelo preguntarme
en los comienzos del invierno cuando tengo pelo corto: ¿cómo es posible que la
mayoría de los hombres que conozco no usen gorros de lana todo el tiempo? ¿Cómo
es que las pocas mujeres que conozco con el pelo tan corto como el mío no vivan
siempre con gorro de lana y también bufanda? Entra un ofri matador por ese
espacio de nuca desnuda. Es apenas un pedacito, tan apenas que ni se ve con el
resto de la ropa, pero necesita burlete, claramente.
Todos saben que el
invierno no me gusta. Una de mis Margaritas una vez definió mi estado en invierno.
Ella hiberna, dijo de mí.
Y tenía razón. Si me
invitan a algo con una semana de anticipación, entonces voy. Me paso casi toda
la semana pensando que voy a ir, diciéndome va a estar divertido. El mismo día
del evento me levanto y me digo que iré, que el plan hoy es llegar a casa
después del laburo, bañarme, ponerme linda y salir. Y lo hago, sin importarme
la temperatura.
Pero si un viernes llego
a casa, me pongo el equivalente de invierno a las babuchas deshilachadas –unos pantalones
de corderoy arratonados y con manchas de pintura –unas medias bien gruesas, las
zapatillas, el saco de mi abuela, y me acomodo en un sillón a leer, con una
manta, y Niqui arriba, y me llaman o me mandan un whatsapp y me dicen venite a
comer o vamos a tomar un trago en, no existe ni la menor posibilidad de que
vaya. Ni la promesa de un polvo con Ryan Gosling me haría salir de ese capullo.
Es uno de los motivos
por los que el invierno no me gusta. Porque me encierra. Porque el frío me acobarda.
Porque no le veo ningún sentido a salir a chupar frío cuando puedo estar
calentita en casa. Porque nunca hay ropa suficiente para combatir la humedad
Y si bien amo las
bufandas y los gorros, y las chaquetas de invierno, no las amo tanto como a un
vestido de tirantes y unas sandalias.
Hay algo, en cambio,
que sí me gusta con los primeros fríos –cuando todavía no son tenaces. Caminar
por la ciudad. Ir a todos lados caminando. Aprovechar cualquier mandado,
trámite, o excusa de cualquier tipo, y caminar.
Voy con los auriculares
puestos casi siempre. Y otras veces, muy pocas, me los saco para escuchar las
voces. No quiero oír conversaciones ajenas. Es escuchar, simplemente, cómo
suena el mundo. Pero son pocas esas veces. Prefiero musicalizar esos momentos
con mis propias melodías. Con el ritmo con el que quiera caminar. Quiero, sobre
todo, apagar los ruidos de motores y bocinas y máquinas.
Caminar, con música o
sin música, mirar la luz entre los edificios o los árboles, sentir en la piel
la diferencia entre una vereda al sol y una vereda a la sombra. Mirar la
vidrieras y enterarme acá hay una ferretería, acá una farmacia, acá una
papelería. Mirar cómo caminan los demás, mirarlos ir rápido, o desganados.
Encontrar, cada tanto, alguien que sonríe por algo secreto. Al que camina y
gesticula violentamente mientras habla por teléfono. A los que van grabando un
audio interminable. A los que van como yo, paisajeando.
Hoy me puse el gorro y
salí.
Caminé con Niqui, feliz
ella siempre que me acompaña en mis afanes cotidianos, a buen paso, por las
calles del barrio. Y llegué a la avenida, donde está el cajero que buscaba.
Pasé por los lugares
habituales.
El lugar donde me
compré un vestido una navidad que pensaba pasar en la costa y que después pasé
en Buenos Aires, porque repentinamente quise estar con mi padre y mis hermanos.
Una librería de saldos
donde casi compro un libro de Corín Tellado porque la leyenda cuenta que mis
tías los leían en Miramar, en las tardes frías o de lluvia.
El local de ropa india
donde cada tanto consigo un vestido de verano o unas babuchas que después de
usar hasta que se deshilachan son las
que me pongo cuando estoy encerrada.
La tienda donde a veces
me compro los calzones y las medias, atendida por una vieja que siempre quiere
venderme unos corpiños 3 talles más grandes porque me asegura que mis tetas no
son tan chicas, hasta que se da cuenta, otra vez, de que sí lo son.
El kiosco donde te
atienden dos señoras que hablan y hablan y hablan entre ellas. Todas las veces
que paso por ahí, ellas están hablando. Paso todos los días, una vez a la
mañana, otra a la tarde. A veces compro algo. Y si ellas están hablando, y
están en un momento crítico de la charla, no interrumpen sus palabras sino que
siguen hasta que el tema se agotó. Es posible interrumpirlas, pero una de ellas
te larga una mirada que te condena al infierno seguro. No lo sé, porque nunca
las interrumpí. Creo que fue una de las primeras veces que fui a ese kiosco. Un
chico llegó dos segundos antes que yo, y ellas hablaban. Él esperó antes de
decir, amable, ¿“disculpe, me podría dar un Lucky box”? La de la mirada de
Medusa lo miró y estoy segura de que el muchacho sigue teniendo pesadillas.
Después de eso, soy de las que esperan a que ellas terminen su tema. He vuelto
a ver otras interrupciones. Nunca son bienvenidas.
Todo cerrado.
Todo lo de esa esquina, que suele ser ruidosa y
estar llena de gente esperando el semáforo para cruzar, estaba cerrado.
No es que no lo
supiera. Lo sabía, lo imaginaba. Me había enterado. Lo que no me había sucedido
había sido verlo. Ver todas esas persianas cerradas, como si fuese un barrio
abandonado.
Quise ponerle la onda.
Me dije en realidad es de noche (de noche
esa esquina está desierta), pero han prendido unas luces que hacen que parezca
de día.
Me dije es como la escena de Abre
los ojos.
Me dije todos duermen aún, ya van a salir, ya van a llegar las
minas del kiosco, la vieja de la lencería.
Y entonces caminé
rápido de vuelta a casa, porque hace frío y no hay motivos para estar chupando
frío cuando se puede estar calentita en casa.
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