Ayer fue domingo 17 de
mayo de 2020. Ayer mamá habría cumplido
77 años.
Hoy cumplen años Ale y
Eli.
El encierro, hoy,
cumple 60 días.
El sábado cumplieron
años el Hormi y la tía Riri.
Tantos cumpleaños en
tres días, tanta gente querida, y la ausencia, siempre, de mamá.
En este encierro, todos
los cumpleaños son ausencia –eso pensé hoy.
Ayer me levanté
deseando con fuerza que para el mío, en septiembre, pueda salir ya todo el
mundo. Que pueda ver a mis amigas, que Lucila me prepare una torta, o
simplemente me acompañen con una copa de champagne. En persona, ninguna
pantalla presente. Sueño con una fiesta en mi casa, aunque hace años no deseo
fiestas en mi casa y prefiero las reuniones, mejor si son escuetas.
También me pregunté
cómo habrían pasado el día el Hormi y tía Riri. No lo que habían hecho, sino
cómo lo habían sentido.
Mientras tomaba mi
Nesquik sentada a la mesa del patio, después de haber chequeado las gomas de la
bicicleta y preparado la mochila del asado en Moldes, me dije que podía hacer
un juego. Imaginar que iba a un asado de cumpleaños, que allí estaría mamá.
Mamá con 77 años recién cumplidos.
O, se me ocurrió, podía
escribir, largamente, una escena de ese encuentro. Una ucronía con un jonbar
sentido como catástrofe bélica pero sin serlo. Le agregué más arrugas a la cara
que recuerdo de hace 23 años, el pelo del mismo color porque seguramente se lo
teñiría, la ropa que tendría puesta –como ayer hacía calor, le puse una falda pasando
la rodilla apenas, tubo, marrón chocolate, de lino, y una blusa blanca, amplia,
escote bote, las mangas hasta el codo–, en los pies unas sandalias, aunque a
mamá le gustaba andar descalza; le puse los anteojos de sol que usa en una foto
que le saqué una vez en la galería de Tigre. Seguro usaría un collar largo con
esa blusa.
Se me complicó imaginar
manos más viejas. No quise hacerle retoques a las manos de mamá. Me dije no
importa que se note. Me gustaban sus manos, y tengo de ellas un recuerdo tan
nítido que no quiero contaminarlo.
Y después no quise, en
realidad, imaginar la escena, ni pensarla, porque me gustó esa imagen de ella,
y me pareció más real que si la hacía hablar y la convertía en algo extraño. No
logro imaginar una charla con mamá teniendo yo esta edad que tengo. En
realidad, no es que no la puedo imaginar. Puedo pensar mil preguntas para
hacerle, pero las respuestas me son esquivas. Y, la verdad, no tengo idea de
cómo sería nuestra relación hoy. La quiero imaginar buena, pero eso es tan poco
preciso que no alcanza.
Entonces la hice
caminar al sol, imaginé su sonrisa, escuché cómo reía. Con eso me quedé
contenta.
Después, en el asado
familiar anti-encierro que hacemos los domingos en Moldes, Ernesto preguntó si podía
hacer preguntas sobre mamá. El Pancho dijo claro y después dijo hagan más
preguntas. Cómo se habían conocido, cuándo se mudaron juntos, el primer
departamento.
Mamá hubiese cumplido
77 años ayer, y pensamos, aunque no quisimos pensarlo mucho porque da miedo,
que dentro de tres años le festejamos a Hila sus 50, aunque a él le interese
poco, y al Pancho sus 80.
El sábado saludé por
whatsapp al Hormi. A tía Riri por chat de Facebook.
El Hormi vivía en Rodeo
cuando yo me instalé allá. Pero solamente pasó un invierno, ese primero para
mí, porque normalmente se iba a Venezuela, buscando el viento eterno, el verano
interminable. Recuerdo tomar ron en su cumpleaños en la playa, un día sin
viento, o con poco viento, un sol implacable, y el ron, sobre todo el ron, que
me hizo sonreír los casi ocho kilómetros de caminata de vuelta a mi casa de
adobe, y seguir sonriendo cuando a la noche me preparé un sándwich, sin prender
la salamandra, y me fui a dormir todavía atontada por la bebida y el sol y el
primer cumpleaños en el que no me sentía la extranjera.
Les mandé mensajes a
Ale y Eli, hoy. En un momento registré que estos dos amigos tan jóvenes tienen
niños, Ema y Balta, y lo escribo y me río un poco, porque los recuerdos de
ellos más fuertes son de ellos sin niños. Porque Ema nació cuando yo no vivía
en Buenos Aires, y porque Balta nació cuando Ale ya vivía en Tandil. Conozco a
los dos niños, pero apenas.
Hubo un cumpleaños de
Ale. Era de noche, en un boliche, yo tenía 25 años. Y ella, ella debía cumplir
unos 17, no lo sé, pero todavía no había terminado el colegio secundario. Me
citaron en este boliche, y este boliche, del que no me habían dado el nombre, sólo
la dirección, era el C.O.D.O., un antro al que yo había ido, quizás con la
misma edad que ella y sus amigas, hacía años, y al que no había vuelto. Ale me
presentó: es la hija de Antonio, tiene
25 años, ¿viste que no los parece para nada? Eso dijo Ale. Recuerdo
volver a casa esa noche pensando que la entendía, que para ella yo estaba
llegando a la edad en la que todo termina. Que yo, a la edad de ella, también
pensaba que los 25 era edad de gente grande.
De Eli no tengo
recuerdos de cumpleaños. Será que nunca me invitó. Se me acaba de ocurrir eso,
así que se lo voy a echar en cara. Seguro tiene una buena excusa. O una
respuesta de esas típicas de él, ligeramente sociopática.
No estuve, tampoco, en
ningún cumpleaños de Lilian. Es curioso, porque hace años que la conozco, pero
a ella la ubico en lugares muy precisos. En la 22, cuando era la novia nueva de
Ernesto L, y en Tinogasta, en esa casa maravillosa que tiene. Tía Riri, así le
digo cuando hablo de ella, compite con tía Marta y tía Conga, y también conmigo,
en cantidad de horas de caminata y movimiento cuando se conoce un lugar nuevo. Es
excelente guía, pero si uno no está entrenado, no podrá apreciarlo como
corresponde. Tía Riri tiene fetiches parecidos a los míos. La montaña, eso de
lijar y pintar, lo de hacer miles de kilómetros para ir a ver una laguna, los
perros descarados y leales, la lectura en una buena galería rodeada de plantas.
Anoto en la agenda:
Ir a casa de tía Riri
en cuanto mi presencia no sea un potencial peligro para su salud.
Ir a Tandil. Puedo
pasar de ida a Mar del Sur, quedarme una noche, charlar con Ale hasta el
amanecer, seguir de largo hacia el mar.
Pasar por la Escuela de
Cine a llevarle a Eli las millones de diapositivas que le prometí, y de paso mirarlo
cuando pone cara de nada mientras enuncia alguna frase que nadie consideraría
siquiera mínimamente civilizada.
Decirle al Hormi, la
próxima vez que viaje a Rodeo, que vaya él también, así hacemos de cuenta, por
unas horas, que el DeLorean nos llevó a 2013. O no. Simplemente a navegar, y
después tomarnos un ron.
No son malos planes.
Son buenos de veras. Y, lo mejor: son absolutamente posibles. Fecha
indeterminada. Pero posibles.
Y otro plan: por ahora,
el blog se toma vacaciones. Si durarán tres días, o quince, o si volverán
alguna vez, todavía es incierto. Es que estoy recalculando.